Adentrarse en el local de Patricia Buffuna es parar el tiempo. Una puerta de cristal e hierro separa la Sevilla mundana, la del ruido, la del gimnasio de enfrente, la de la residencia cercana con un estudio de otro tiempo. De repente, alguien habla: “Hola!”. Es Patricia Buffuna, cuyos ojos saltan tras una máquina de escribir de otra época. Menuda y con cierto aire a Geraldine Chaplin en Nashville, ahí es cuando el espectador repara en que las piezas son alma viva de su creadora.
El aparador, el espejo, trozos de fieltro… y Patricia Buffuna disculpándose a la vez que sonríe y va de un lado para otro, de forma sigilosa, por el local. Nada de pose, nada de divismo a quien ha trabajado con Weickert y me atrevo a decir con muchos más. Porque ésa es otra cuestión que merece la pena reseñar. La presencia de la firma de Patricia Buffuna en la palestra es inversamente proporcional a su maestría sombrerera. Sus piezas están hechas con materiales de primera calidad y hace única a quien las luce, aportando ese allure de otros tiempos que ahora parece perdido.
Una puerta de cristal e hierro separa la Sevilla mundana, la del ruido, la del gimnasio de enfrente, la de la residencia cercana con un estudio de otro tiempo. De repente, alguien habla: “Hola!”. Es Patricia Buffuna
En mitad de la angosta calle Don Alfonso el Sabio y formando parte de ese triángulo de ese soho sevillano que respira cosmopolitismo el tándem formado por Patricia Buffuna y Antonio no pierden la cabeza, aunque de sombreros vaya la cosa. Sombreros, gorros, tocados, diademas, boinas o pamelas para BBC o para el día a día, porque los lunes también merecen ser equiparados como ocasiones especiales. Y si no, tomen nota y pruébenlo. O no. Porque engancha.
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